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Antología de Cuentos Pasatiempo

Las muertes normales

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Escrito por Mauricio Ventanas de Costa Rica

Un viernes por la noche murió el padre de Gracia. Ella le lloró todas nuestras horas de fiesta hasta el sábado por la mañana cuando me llamó. Sábado por la tarde a correr la voz entre los amigos y no hacer nada hasta la noche, la hora de la vela. Ahí en la capilla de Piedades estuvimos diciendo estupideces, tratando de hacer sonreír a Gracia, hasta que nos cansamos y nos fuimos a esperar a que fuera domingo para enterrar al viejo.

No sé ni quién era el padre de Gracia. Yo fui por ella. Porque no deja de ser bueno abrazarla un rato cada uno, sentirla temblando y aterrizarle el alma con esa rara confianza de los que no sabemos qué está pasando. Algunos con el corazón vacío. Otros con un karma inexplicable que conforta a la gente con sólo arrimarle el pecho y acariciarle el pelo. Decirle más y más estupideces hasta que la muerte ya no le parezca algo terrible. Y callarse algunas cosas, como la que quisiera que no se quede sin contar en esta historia.

Hay muertes que son normales. Uno se da cuenta cuando está ahí de pie en un traje oscuro con Andrés a la entrada de la Iglesia y vemos a las señoras flacas y canosas saliendo con mucho trabajo de los automóviles. El sol puede estar celeste. El cielo puede estar rosado. Puede haber pájaros bulliciosos ofendiendo a la ceremonia desde los árboles del parque de enfrente. Pero a ellas no se les va el negro de los velos, los vestidos y las ojeras, como el tizne de una conciencia macabra que se va cobrando de venir y venir a tantos sepelios. Pasan sin ver a muchos lados, pero si nos miran a los ojos es como si se sintieran compadecidas de los jóvenes, o como si se buscaran en nosotros… hurgando con sus pupilas oscuras en estos espejos llenos de memorias inocentes. Y al soltarnos la mirada, volviendo a su estado tranquilo, ya nos han dejado un poco de su tizne en el rostro.

– «Ahí viene Gracia».

Caminamos rápido y la abrazamos. Las tías nos dejaron, aliviadas. Seguro ya estaban cansadas de consolarla. Seguro entienden lo que duele, pero no les duele a ellas, y quisieran que Gracia se hiciera vieja por un rato para que dejara de llorar. Luego vinieron a buscarla otra vez y se la llevaron a sentarse a la par del ataúd.

-«Mis queridos hermanos…» — dijo el Padre. De lo demás casi no me acuerdo, pero creo que no se salió mucho de lo normal en una ceremonia de éstas. Desde la banca de los incrédulos, miramos a las ancianas que rezaban muy formales. Alguien más intrépido que yo habría dicho que lo hacían con cierta fraternidad, o camaradería con Don Róger, como haciendo fila para seguirlo, pero a mí todavía me daba mucho miedo pensar en esas cosas.

-«Acuérdate también de sus hermanos: Cristina, Gerardo, Rafael, Carmen, Julieta y Rodrigo, a quienes llamaste de este mundo a tu presencia».

Uno rezos más y estamos subiendo a Don Róger en la carroza. Vamos todos despacio para el cementerio, Gracia llorando y abrazándose del ataúd y de cuanta persona se encuentra en el camino. Será que siente que la vida se le esfuma y puede recuperar algo en los demás. Yo también he moqueado un poco –pero fue por ella– cuando estaban cerrando con ladrillos la bóveda, y parecía que mi pobre Gracia ya no tenía nada en la vida a qué aferrarse. Cuando uno quiere ir a decirle que cuenta con nosotros, pero hay que hacer una fila tremenda y al momento de la llegada ya se te pasó toda la emoción.

De pronto veo la cara de Andrés crisparse y siento que algo insólito está por venírsenos encima. Tiene la cara blanquísima y los ojos dispares, tratando de mirar a cualquier lugar que no sea el mundo. Está sudando…

– «¡Dios mío! ¡Esto está lleno de muertos!»

-«¡Pues claro! Si es un cementerio”.

-«¡Animal! ¡Que no entendés! ¡Que nos lleva el diantre!»

-«Andrés, tranquilo» — la gente ya nos volvió a ver extrañada. -«¡Andrés! ¿Estás loco? ¡Vení! ¡Andrés! ¿A dónde putas vas? (Perdón… Perdone señora, compermiso, compermiso…) ¡Andréees!»– ya cruzó aventado la puerta del cementerio. -«¡Andrés! ¡Andrés el camión! ¡Cuidado, móvete! ¡aah! nhhh…»

Ahora es la misa. De vez en cuando los ojos de Gracia reparten su tizne entre la gente y Andrés reza con secreta devoción. Ahora me llevan despacio en hombros por un camino algo florido. Ahora se están marchitando las flores… Ahora estoy en el cementerio. Mientras, Andrés sigue huyendo de este lugar, viviendo cada segundo por él y por mí, con desesperación pasmosa.

Me alivia saber que Gracia me lloró casi más que al mismo Don Róger. Que estuvieron todos muy atentos cuando el Padre le pidió al Señor que me recordara. Luego se fueron a juntar mis notas y publicaron estas páginas. Cada vez que alguien las abre, siento que me están mirando el alma. Y que en mi lápida hay un poema –un poco cursi, pero no importa– sobre lo bueno y dedicado que yo era. ¡Todo eso cuenta! No crean… Es… Es que no me termina de gustar este estado… Es que mi muerte no es normal ¡Dios mío, mi muerte no es normal! Pasa un segundo que se me hace un siglo y siento que nunca podré acostumbrarme a este asunto de la paz, la eternidad y cosas infinitas.


No es normal, te digo que no es normal. Aunque con el tiempo ya me lo va pareciendo… poco a poco, hacer …

amistad…

con la tierra…