Lee «Toma de medidas», increíble cuento de José L. Palacios
Al sacarlas de sus bolsas plásticas, las batas tienen el tacto áspero y el olor a desinfectante propios de los objetos desechables de cualquier hospital. Deben meterse con la abertura hacia atrás, como nos lo repiten las asistentes, para después amarrarse en la espalda con dos pares de tiritas blancas, uno a nivel del cuello y otro en la cintura. A medida que nos vamos encontrando en la sala de espera, después de cambiarnos, comparamos las habilidades variables de la gente para llevar el atuendo con algún atisbo de dignidad: algunos se rinden ante la imposibilidad de hacer nudos en la espalda y se conforman con caminar con una mano atrás, crispada sobre las esquinas huidizas de la tela, hasta que alguna asistente se apiada y lleva a cabo velozmente la tarea de atar con propiedad los cabos sueltos. Los más hábiles del grupo exhiben sendos lazos, bien apretados, que casi impiden ver resquicios de piel usualmente tapada por la ropa interior. Con todo, abundan las visiones fugaces de piernas y nalgas excesivamente gruesas, flebíticas, con deformidades como las de ciertos tubérculos tropicales que únicamente pueden medrar bajo tierra, lejos de la radiación solar. Algunos pechos y algunas barrigas marcan su opulencia contra el basto tejido del mínimo atuendo, pero en general la amplitud de la talla única hace desaparecer las formas humanas excepto por las cabezas, por lo regular bien peinadas y maquilladas. Los muchachos chiquitos son los que salen peor parados, arrastran tras de sí buena parte de sus batas y se tropiezan cada pocos pasos. Las cholas azules con el logotipo de la compañía, también talla única, no ayudan mucho en el desplazamiento de los pies más diminutos, y poco hacen para aliviar en las plantas de los demás el frío de los pisos de granito. Una vez congregados en la sala de espera, nos formamos en una sola fila para dirigirnos ordenadamente a la sala de escaneo. Los más veteranos tratamos de enfrentar la situación con calma y resignación, como si fuera otra rutina más de la vida moderna, no muy distinta a la de una campaña global de inoculación contra algún virus zoonótico, o a la obtención de un pasaporte. Se barrunta, sin embargo, el nerviosismo de los novicios y los más jóvenes. Las asistentes se manejan con profesionalismo y nos guían en todos los pasos del proceso. Uno a uno pasamos al interior del pequeño cilindro de acero y plexiglás para ser traspasados por haces de microondas. Debemos permanecer inmóviles, en posición vertical y con las manos arriba, como si nos estuvieran atracando. Algunos del grupo son llevados aparte para indagaciones ulteriores, producto posiblemente de alguna imagen difusa en los monitores o de alguna sombra sospechosa. Según vamos saliendo de la zona de escaneo, nos amarran unas pulseras plásticas irrompibles impresas con un código de barra y algunos caracteres alfanuméricos. El verdadero diezmo del grupo se da con la inspección de nariz, garganta y oídos. Los llantos infantiles dominan la escena, contrapunteados con los sollozos de frustración de algunas madres al enterarse de un diagnóstico sorpresivo, algún microorganismo inoportuno multiplicándose en las mucosas indefensas y enrojecidas. Los más afortunados pasamos el examen sin contratiempos y con orgullo presentamos nuestras muñecas bajo una lectora óptica que emite el glorioso pitido final del proceso de admisión. Atrás dejamos un rastro de depresores linguales y cubiertas cónicas de otoscopios.
El ingreso a la cabina mejora el humor de los presentes. A todos nos reconfortan el olor a café y las conversaciones desenfadadas entre los tripulantes y los oficiales de vigilancia. El aire acondicionado escasamente se siente, posiblemente regulado a unos veintitrés o veinticuatro grados Celsius, lo cual es una bendición a la luz de nuestra escasa indumentaria. Así también se ahorra combustible. En la puerta nos reparten cobijas y almohadas, todas con el conocido logotipo color celeste. Los asientos son fáciles de seleccionar, al coincidir sus ubicaciones con las inscripciones que llevamos en las batas, impresas sobre la pechera en caracteres negros de unas tres pulgadas de altura. Al lado de ellos se pueden sentir en altorrelieve los puntitos característicos del alfabeto Braille, con la misma información detallada para facilitar la ubicación de los invidentes. Sin equipajes que llevar a bordo, la compañía ha optado por eliminar los compartimentos encima de las cabezas. Se agradece el espacio extra, sobre todo para los más altos. A los pocos minutos ya todos estamos sentados y amarrados, muchos con los ojos cerrados, tratando de conciliar el sueño o agarrotados por pánicos indefinidos. Otros, sobre todo los menores, juegan con las mesitas plegables y tratan inútilmente de arrancarse las pulseras que, como es bien conocido, solo pueden cortarse al término del viaje. La mayoría de nosotros nos entretenemos leyendo el material impreso ubicado en los asientos frente a los nuestros: folletos explicativos de la aeronave y sus posibles emergencias, revistas más o menos añejas con múltiples ofertas de perfumes y licores, artículos de gastronomías exóticas y sudokus a medio rellenar con tachaduras y cifras anónimas. Miramos con fascinación a las aeromozas, ataviadas de punta en blanco, y envidiamos sus buenas formas, embutidas en toda la corsetería imaginable y en los elegantes trajes suministrados por la compañía. Sin duda, mientras nos dan la reglamentaria demostración con salvavidas y máscaras de oxígeno, ya todos estamos pensando en la larga ordalía al llegar a nuestro destino, en un terminal laberíntico lleno de escaleras mecánicas, oficiales de inmigración, carruseles y cubículos, donde podremos conseguir nuestras maletas, concienzudamente olisqueadas por la unidad canina, y nos devolverán las prendas de las que nos despojamos a la salida: zapatos, correas, ropa interior, pantalones, faldas, camisas, vestidos, cachuchas y chaquetas, ahora como sus dueños, todas rigurosamente certificadas cien por ciento libres de amenazas biológicas, drogas y detonantes.
Los que sabemos de estas cosas nos reímos para nuestros adentros de todos los operativos y todas las precauciones. Nada más falso que esa sensación de seguridad alimentada por los exámenes, los perros, nuestra desnudez y la caterva de asistentes y vigilantes uniformados con chapas relucientes y cartucheras abultadas. Una vez que en la patria grande nos quedamos sin posibilidades de desarrollar nuestra embrionaria agencia de energía nuclear, comenzamos a trabajar con otras armas más sutiles. Neurotoxinas de naturaleza inorgánica, explosivos organometálicos de composición molecular invisible a los detectores, y sobre todo, una colección de arbovirus, norovirus y coronavirus de estructuras estables. Es fácil ser portador asintomático de estos virus y no ser detectado por las pruebas tradicionales de los aeropuertos, soy un buen ejemplo de ello. Aquí estoy, impoluto y certificado, con una cápsula de gelatina repleta de agentes infecciosos que se disuelve poco a poco en mi intestino. En el futuro quizás hablarán de mí como el paciente cero y con el favor de Dios sobreviviré la enfermedad. Mi sistema inmune está reforzado después de haber sido sometido a una cornucopia de asaltos virales, no soy un buen huésped, más bien un raro fenómeno de selección natural, un valor atípico de la curva. Soy también la vanguardia, el globo de ensayo, la cabeza de playa de los ataques por venir. Allá en nuestros laboratorios tenemos almacenadas masas críticas de patógenos suficientes como para desatar epidemias de fiebres hemorrágicas y neumonías devastadoras en las mayores concentraciones urbanas de las repúblicas y reinos paganos. El éxito de nuestras invasiones estará garantizado por las altas tasas de contagio, a través de saliva, sudoración, semen o secreciones vaginales. Todo lo que necesitaremos será una mínima legión conformada por jóvenes virtuosos de ambos sexos, de miradas inocentes y cuerpos inconspicuos, con pieles lozanas, sin erupciones ni marcas sospechosas y, sobre todo, con la convicción irreversible de ir gustosamente al martirio. Pequeños pelotones de tres a cinco legionarios, como yo, albergarán en sus sistemas digestivos las cápsulas indetectables que los mantendrán asintomáticos las primeras horas, o quizás días, durante los abordajes, los registros y las inspecciones. Pasarán todos los escrutinios con tranquilidad, envueltos en sus baticas azules y sus cholas desinfectadas. Los períodos de incubación, en promedio, serán extremadamente cortos. Al llegar a sus destinos comenzarán a propagar los virus y contagiarán a agentes de inmigración, taxistas, empleados de los hoteles, mesoneros, cajeras de automercados, parejas de encuentros casuales, mendigos, y a todos aquellos que se les acerquen. La epidemia crecerá como un árbol con ramificaciones ilimitadas. De ojos, narices, orejas, bocas y entrepiernas manarán sangramientos indetenibles, mientras que de las pieles mortecinas brotarán pústulas nunca antes vistas. Los enfermos morirán en los pasillos de los hospitales, en medio de delirios febriles, ahogados en un mar rojo y espumoso de sus propias secreciones, a la espera de un ventilador que nunca llegará a tiempo. Médicos y familiares intercambiarán miradas estupefactas, abrumados por los sufrimientos agónicos de los enfermos que harán ver como compasivos nuestros métodos explosivos y brutales de tiempos pasados.
La falta de respuesta de los gobiernos y la ineficacia de los sistemas de salud sembrarán el terror en las poblaciones, que se moverán erráticamente sin liderazgo. Se interrumpirán los suministros energéticos y, sin ellos, escasearán los alimentos y el agua. Unos se recluirán en sus hogares, otros se sublevarán y se enfrentarán a las fuerzas de seguridad en los inevitables saqueos motivados por el hambre y la falta de medicinas. Doblegaremos así la supuesta superioridad y la determinación de los infieles, sus esquemas comerciales y sus rutinas diarias. Las instituciones colapsarán. Doctores, enfermeros, bomberos, policías, miembros de las fuerzas armadas, jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, todos se contagiarán. Los sistemas defensivos quedarán sin soldados que los atiendan. Los organismos de inteligencia sin espías. Nuestros ejércitos, centurias de guerreros protegidos con equipos invulnerables a los virus exterminadores, ocuparán los territorios enemigos sin gran oposición, y solamente harán uso de armamento convencional en casos aislados y extremos para no envenenar el ambiente. Tal como aprendimos de niños, de sus templos no quedará piedra sobre piedra. En los valles de las tinieblas aniquilaremos culturas y costumbres, industrias y universidades, y procrearemos con las escasas mujeres sobrevivientes, para fortalecer nuestra raza y criar nuevas generaciones de creyentes. Solo adoraremos al Señor nuestro Dios, alabado sea su nombre, y aborreceremos a los becerros de oro y a todos aquellos que quemen incienso frente a falsos ídolos. Porque uno solo es el Padre, misericordioso y lleno de bondad, a cuya voluntad nos sometemos. Y todos juntos compartiremos su vida sin principio ni fin y cantaremos sus alabanzas. Y en medio de la paz y de infinitas bendiciones se establecerá el reino de nuestro Señor en la tierra, para llenarla de su poder y su gloria, tal como fue anunciado por los profetas y recogido por los escribas, hasta el final de los tiempos, por los siglos de los siglos, por toda la eternidad.
El cuento aquí publicado forma parte del proyecto de las escritoras y editoras Silda Cordoliani y Blanca Strepponi, propuesta para poder dar salida y escape a la angustia e imaginación que ha impactado actualmente la vida cotidiana de los seres humanos , realizaron en el 2020 una convocatoria para cuentos llamada «2020-S0S». Posteriormente se unió como parte del jurado el escritor Juan Carlos Chirinos.
De los 144 relatos escritos en español que llegaron de todas partes del mundo, 24 de ellos fueron seleccionados para reunirlos en una publicación digital que pueden encontrar en iSSUU, es una compilación de estas obras. Definitivamente la escritura se ha convertido en un ‘alivio’ para varios que por cuestiones de salud, siguen en sus hogares, esperando a que haya más información sobre el virus de SARS-CoV-2, o bien, sobre la vacuna que, algunos siguen esperanzados a obtener para poder reforzar su cuerpo.